martes, 29 de diciembre de 2009

Poesía 3 (Atardecer en los Barrios Bajos)

Atardecer en los barrios de Dios
Un caserío de chapa y cartón
Y chicos tirados por doquier
Muriéndose a poco de nacer

Atardecer que estruja el corazón
El día se fue y el sol nunca salió
Las moscas henchidas a morir
Hacinan las letrinas por dormir

Atardecer sobre el río fecal
Una jauría orilla el basural
Y un arco de palos retorcidos
Emerge desde un charco sin secar

Atardecer y la sombra final
Me voy de allí para no regresar
El alma con la daga y un gabán
Y pasos que se van y no se irán.

Poesía 2

Ya no hay horas detrás de las ventanas
Ni fríos ni calores ni calmas ni ajetreos
Ni detalles en las cosas
Ni mañanas felices
Ni guerras despiadadas

Solo una montaña de relojes vacíos
De termómetros sudados
De periódicos en blanco
Y un millón de letras
Flotando en el charco.

Y no hay pasado ni futuro
Ni negros ni blancos
Solo un gris que es como la nada
Y ese ruido que es como un silencio
Y ese sol que se apaga y se apaga

Solo está esta silla y este alero
Y la lluvia en la calle
Y la mirada en un ángulo del cielo
Y este cuerpo disecado y frío

Infinitésimo yace el universo
Debajo de las sombras
De tu inconmensurable ausencia

Poesía 1

No te pediré ni besos ni caricias
ni el abrazo infinito
ni el mirarse las almas
siquiera te exijo que te acerques
y que juntos miremos el alba
ni que me des la suavidad de un día
ni todos los ardores de una noche
No te pediré el trámite absurdo
de una cena en un lugar de luces tenues
ni tramar la vida juntos
hundidos en la abominable maraña
de gente y gente y gente y gente
Solo mira el insondable universo
elige un lugar maravilloso
rodéate de ángeles y dioses
y cuando estés allí donde te guste estar
simplemente existe
por favor
existe.

La Cucarachada (Cuento)

–Ya la Declaración Universal de los Derechos Humanos admite el derecho de los pueblos sometidos a luchar por la liberación de la opresión que los aplasta. En aquel instante de lucidez, todas las naciones suscribieron aquellas nobles ideas, las mismas que se empeñarían luego en ignorar, porque ciertamente los pueblos continuaron sometidos y jamás se les reconoció derecho alguno a luchar por su liberación.

Balvanera disertaba, enfatizaba, variaba el volumen, hacía silencios, miraba al auditorio, solfeaba en prosa y terminaba arriba, bien arriba siempre. Y la sala explotaba y ovacionaba de pié, casi con rabia. Sobre el escenario, los panelistas y organizadores se aglutinaban en torno a su figura para felicitarlo con ademanes elocuentes y gestos efusivos y sonrisas amplias y palabras melosas.

El Doctor Roberto Balvanera era un intelectual de izquierda muy reconocido en el ámbito local y un referente de la cultura porteña en materia de derechos humanos. Hacía unos años que ocupaba la cátedra homónima de la Universidad de Buenos Aires. Sus años jóvenes habían sido tumultuosos. Primero fue marxista, después socialista y ahora se declaraba ajeno a toda corriente.
Daba charlas intensas sobre el ideal igualitario, escribía artículos que se publicaban en las gacetillas de la izquierda vernácula y había escrito varios ensayos de poca tirada donde desgranaba su ideario, desperdigado entre la narración de los hechos de la historia reciente.

Balvanera alentaba la lucha en todas sus formas por el derecho a la vida y la igualdad y por la liberación de los oprimidos, excluidos y marginados del mundo. Solía magnificar el egoísmo y la brutalidad de los poderosos y soslayar el egoísmo y la brutalidad de los oprimidos, sin advertir que en su mundo idílico, los segundos tomarían el lugar de los primeros.

Condujo hacia su casa con la reverberación de los aplausos llenando el habitáculo y el recuerdo de las estridencias del micrófono acosándolo sin formas definidas.
Bajó del auto y echó llave al portón de la cochera. Subió a saludar a su hijo. Lo encontró en su habitación en compañía de su inseparable amigo Matías, cabeza contra cabeza, desperdiciando la vida frente al monitor de la PC, como todas las noches.

Ernesto Fidel acababa de cumplir diecisiete años y desde la muerte de su madre había quedado librado a su suerte. Su padre le prestaba poca atención, como si la difunta aún continuara allí, relevándolo de toda responsabilidad. Eventualmente se cruzaban durante la cena, una ceremonia lánguida de monosílabos y comida rápida. Ernesto aborrecía todo aquel discurso y no mostraba el menor interés por la política. Junto con el desprecio al ideario de su padre, crecía una furia que se hacía visible en una agresión permanente hacia él. Alejado de las izquierdas y las derechas, Ernesto cultivaba marihuana secretamente en el fondo de su casa y la vendía en el colegio con un sigilo casi ausente. Sin embargo, Balvanera insistiría hasta la muerte en convertirlo a la causa y mantenerlo fuera de la “cofradía de los idiotas útiles”, como el llamaba a casi todo pobre tipo que no compartía su ideario.

Ernesto y Matías eran vecinos, no solo de casa sino también de habitación. Pared mediante, sus dormitorios quedaban uno junto al otro. Durante la noche brindaban un concierto de golpes de medianera con el que parecían comunicarse jocosamente en un código indescifrable o tal vez inexistente. Pese a que Balvanera detestaba el martilleo, utilizaba la misma técnica para llamar a Ernesto cuando sus visitas al vecino se pasaban de todo horario razonable.
–Cuando esté la cena vos golpeame la pared que yo te contesto y voy –había dicho el chico la primera vez. Pero el sistema de comunicación había sido efectivo solo durante las dos primeras semanas. Desde entonces era común ver a Balvanera martillando la pared hasta despellejarse los puños, con enojo creciente y resultado menguante.

A continuación de los marginados del mundo y de su hijo Ernesto, ocupando el tercer puesto en su podio de desvelos, se encontraban las cucarachas.
Lo que Balvanera sentía por las cucarachas era una mezcla de asco, odio y temor para la que no existe adjetivo conocido. Se pasaba la vida combatiéndolas, y su fobia ya había embestido contra la plaga por casi todos los medios conocidos, recorriendo la góndola de insecticidas en aerosol, cebos, gel, desinfecciones masivas y tratamientos minuciosos. Pero de algún modo misterioso, el animalito se las ingeniaba para reaparecer cada primavera con sus pequeñines correteando sobre la mesada de la cocina; y para colmo de males, cada horneada parecía más veloz e intrépida que la anterior.

Esa noche Balvanera había decidido no cenar. Se preparó un café bien cargado y se puso a tomar unas notas sobre la mesita de la cocina.
Luego de largos minutos de meditación y escritura su paz se vio turbada con gran sobresalto; la mirada se le cayó al piso, se le erizaron todos los pelitos del cuerpo y se le detuvo el corazón. Desde abajo del refrigerador comenzaron a salir unas treinta o cuarenta cucarachas de diferentes tamaños marchando en filas de cinco, alineadas como un valet y siguiendo el paso como soldado en el día de la patria. Al frente de la formación marchaba el ejemplar más grande y antenudo, guiando a su ejército directamente hacia Balvanera en movimiento rectilíneo uniforme. La compañía se detuvo a escasos centímetros de su pie izquierdo, que para complicar las cosas yacía a la intemperie, apenas protegido por una hojota totalmente insuficiente.
Durante unos eternos segundos, se mantuvo firme la cucarachada frente a Balvanera. Luego la líder giró 90º exactos y toda la formación desapareció debajo de la cocina.
Cuando pudo, Balvanera se puso de pie, titubeó, salió de la cocina, encendió todas las luces que encontró, se dirigió a su dormitorio, se calzó un par de medias y unas zapatillas deportivas bien cerradas y regresó dando pasitos de treinta centímetros para poder mirar a la vez el piso las paredes y el techo. En el camino se armó de una escoba gastada y con un sigilo extremo se asomó a la cocina. Allí, sobre su block de notas aun deambulada uno de los monstruosos insectos, que se detuvo un instante y luego continuó recorriendo la hoja de papel. Evidentemente alguna glándula debajo de su abdomen segregaba una sustancia negra que estaba trazando líneas conforme caminaba. Se detuvo súbitamente y se marchó a la carrera desapareciendo detrás de la heladera. Balvanera recogió el block de notas como quien recibe una misiva del demonio y vio unas letras grandes y temblorosas de imprenta mayúscula escritas con tinta de abdomen de cucaracha donde decididamente podía leerse: “Queremos negociar”.

Es difícil precisar la secuencia de pensamientos que el episodio disparó en la mente de Balvanera durante los días siguientes, desde la sospecha de la propia locura hasta la admisión de una posible cepa inteligente que, ya sea por una migración reciente o por una evolución darviniana operada en los trasfondos de su cocina, se había instalado en su domicilio para complicarle la existencia.

Al día siguiente vertió como al pasar algún comentario sobre sus problemas con las cucarachas en la Sala de Profesores de la Facultad de Derecho cuidándose mucho de no mencionar que las suyas además desfilaban llevando el paso y escribían por la panza. El tema despertó una andanada de condescendencias y el relato de múltiples historias que, entre todas, reseñaban la infructuosa lucha del hombre contra la cucaracha doméstica. Sin embargo, las conmiseraciones siempre tenían un dejo de indiferencia.
–Sí –decía alguno–, en casa son un problema de nunca acabar. ¿Che, nadie vio el Libro de Temas?

Afortunadamente Nélida, una profesora relativamente nueva, relativamente joven y relativamente bella aportó a Balvanera información relativamente útil, relativa al problema.
Hacía unos meses que se habían habituado a compartir una taza de café durante el intervalo. Balvanera tenía cierto interés en la dama pero nunca se atrevía a ir más allá de las charlas de trabajo. Nélida profesaba hacia él una admiración franca y abierta, pero tampoco avanzaría un ápice hacia los terrenos del corazón.
–Esta es la dirección y el teléfono –le dijo alcanzándole una nota–. Se encargan de todo tipo de plagas: ratas, cucarachas, pulgas, palomas, lo que sea; y al parecer son bastante buenos en lo suyo.
En un gesto casi pornográfico, Balvanera sujetó el papel y los dedos de Nélida.
–Gracias –le dijo–. Cuando desinfecte la casa tenés que venir una tarde a tomar el té.
Ella se sonrojó y agradeció los honores.
A los dos días el personal de la casa de plagas inspeccionaba la cocina de Balvanera. En un derroche de cucarachología general, el exterminador explicó el comportamiento de la criatura, desde su gestación dentro del huevo primigenio hasta la madurez reproductora, precisando por qué sería necesario hacer esto y aquello y nunca lo otro y mencionando al pasar los yerros más comunes de la competencia debidos, en general, a su afán de ahorrar “producto” para abaratar costos en desleal competencia; juego al que ellos no entrarían jamás dada la tradición de la empresa de mantener altos estándares de calidad y eficiencia, aunque ello implicara soportar un diferencial de precios.
En concreto, Balvanera debía vaciar toda la cocina, hasta el último trasto. Entonces vendrían ellos con su equipo y efectuarían la desinfección, cuyo secreto consistía en quemar unas pastillas de veneno (permitido y aprobado por la agencia pertinente) y saturar de humo la habitación durante 24 hs. Finalmente volverían para desinfectar e higienizar absolutamente todo.
La operación se llevó al cabo a los pocos días y por siete días más no hubo noticias de la alimaña.

Al atardecer del octavo día, Balvanera abrió la puerta y recibió a Nélida con una amplia sonrisa. La mujer le entregó un paquete de masas finas y se dispusieron a tomar el té. Y bebieron y comieron y charlaron.
Balvanera hablaba de sus problemas con Ernesto, de cuanta falta hacía la madre, de las limitaciones que la ausencia de la figura femenina imponía a la educación del chico, y a la propia vida del viudo consiguiente. Ella subía la apuesta comentando la inconveniencia de que un hombre como él estuviera solo y preguntándole si había considerado la posibilidad de formar una nueva pareja. Él respondía que era muy difícil encontrar una mujer adecuada, una mujer que reuniera tales y cuáles atributos, y mencionaba a continuación todas las virtudes que ya le había reconocido en conversaciones anteriores. Y así continuaba la charla, ganando en intensidad y avanzando hacia un punto fijo en la mente de ambos contertulios. Hasta que la plática se vio abruptamente interrumpida por una cucaracha que, tal vez en tren de festejar su supervivencia al holocausto, salió a dar un paseo por la blanca pared del comedor.

–Pero ¿Será posible? –protestó el hombre y se incorporó de un salto para buscar una escoba, un escobillón o quizá mejor una escopeta.

Cuando volvió al comedor encontró a Nélida aterrorizada contra la puerta de calle con una mano en el picaporte mientras una verdadera invasión de cucarachas subía por las patas de la mesa, atacaba las masas y entraba y salía de las tazas con escalofriante ajetreo. Sin saludar siquiera, Nélida abrió la puerta y se largó con gran pavor. Entonces, como guiadas por una orden inaudible, todas las cucarachas cesaron en su actividad, bajaron al piso y se marcharon en fila india pegaditas a la pared, cruzaron el pasillo antenita contra colita, y se hundieron en la oscuridad de la cocina, dejando a Balvanera paralizado en medio del comedor con la escoba en una mano y Nélida a mil kilómetros de la otra.

El hombre se dejó caer en el sillón, apoyó los codos sobre los muslos y se sujetó la cabeza con las manos jalando levemente unos cabellos finos que todavía le crecían a la altura de los parietales. Se quedó mirando el piso como buscando una respuesta en el diseño de las baldosas.
Era claro que toda la jugada había sido cuidadosamente urdida y milimétricamente ejecutada por la colonia con el deliberado propósito de exhibir su poder. Ahora Balvanera sabía que si estas criaturas se lo proponían, su vida en esa casa sería un calvario. Rápidamente pensó en vender la propiedad pero enseguida imaginó el cuadro de espanto de cuanto comprador medianamente interesado recalara en su morada y las viera paseando muy orondas por los pisos, las paredes y los techos. Entonces volvió a su mente aquella frase terrible: “Queremos negociar” y progresivamente se fue dando cuenta que si no había forma de matar a estos bichos, de matarlos y que se mueran, como Dios manda, todas las demás alternativas estarían vedadas.

Pero ¿Se avendría él, humano por parte de padre y madre, hombre cabalmente capacitado y con estudios universitarios completos a discutir sobre la utilización del espacio vital de su propiedad con una colonia de cucarachas merodeadoras, insectos, para más datos, habitantes de la oscuridad y amigas del polvo, la grasa y el estiércol? ¿Qué entidad se atribuían estos bichos para venir a él con esas pretensiones? Y además ¿negociar? ¿Negociar qué? ¿Negociar su casa, su ración de comida? ¿Tendría que dejarles las sobras de la cena sobre un papel de diario al pié de la heladera y un charquito de agüita al costado para que las desgraciadas coman y beban y copulen y se reproduzcan en salvaje frenesí, pródigo en huevos, simiente de nuevas hordas cascarudas engrosando las filas enemigas, generación tras generación con la velocidad del devenir de los estíos? ¿Qué condenada cosa tendría él que negociar con estas bestias del inframundo, con estos monstruos horrorosos que la feliz providencia había tenido el tino de miniaturizar para preservarnos de asistir a los lamentables detalles de su asquerosa anatomía? ¡No!. El no tenía nada que negociar con cucarachas. No podía concebirse ningún punto de encuentro entre los intereses de las partes. Su existencia solo merecía el exterminio o cuanto menos la expulsión inmediata e incondicional allende los lindes de la casa.

Ya repuesto el ego con estos pensamientos restauradores, entró a la cocina con decisión arrolladora, pero solo para detenerse abruptamente frente a la mesa sobre la que ahora descansaba todo un montoncito de páginas escritas con aquella letra temblorosa.
Levantó las hojas con desánimo. Las ordenó con facilidad porque, inteligente, el animalito había numerado los folios, arriba, a la derecha. Se apoyó contra el marco de la puerta y leyó:

“Nuestra limitada inteligencia no alcanza para comprender su odio visceral a nuestra especie. Solo somos distintas a usted, pero tan vivas y dignas de seguir en tal estado como el que más. Luchamos por nuestro derecho a vivir y debemos oponernos con fuerza y decisión a su deseo, incomprensible para nosotras, de exterminarnos sin que parezca mediar causa justificada. Todo lo que queremos es vivir en nuestra patria, que casualmente es la cocina de su casa, Balvanera. Y si así lo queremos no es por capricho sino porque aquí vivieron nuestros padres y los padres de nuestros padres y todos nuestros ancestros hasta donde nos llega la memoria.”
“Evidentemente, no podremos vencerlo, pero ya ve que usted tampoco podrá contra nosotras de modo que proponemos un trato: Usted nos deja vivir en los trasfondos de su cocina y nosotras haremos nuestros mayores esfuerzos para no ser vistas ni tan siquiera una vez. Para usted será como si ya no existiéramos y nosotras nos libraremos de las masacres que nos propina con cada intento de exterminio.”


La misiva dejó a Balvanera nuevamente tirado en el sillón, con la cabeza hundida entre las manos.
Era curioso porque mientras toda lógica indicaba que la ausencia de la plaga no se diferenciaba a los fines prácticos de la ausencia de evidencia de la plaga, un sentimiento de inseguridad invadía a Balvanera cuando evaluaba la situación de cocinar un huevo frito con la cucarachada bullendo a medio metro de la sartén, retorciéndose en inconcebible hacinamiento entre el piso del horno y el de la cocina. Pero ¿en qué se diferenciaría esto, por ejemplo, de una comunidad de mil tarántulas viviendo en el taparrollo de la persiana de las que tampoco había evidencias de existencia?. El cuadro era entonces más grave: No era el eventual avistamiento lo que generaba inseguridad sino el mero conocimiento de la existencia de la plaga, aún invisible. Y si conocer es más difícil que ignorar, olvidar lo conocido es más difícil aún.
Después de un profundo análisis, Balvanera llegó a la conclusión de que todo a excepción de su psicosis indicaba que debía cerrar trato.
Aún dubitativo, escribió en un papel “Trato hecho” y sin dejar de sentirse muy ridículo, lo deslizó por debajo de la mesada.

Por un tiempo Balvanera no volvió a ver cucarachas. Mientras tanto, la vida le seguía ocurriendo. Sus primeros encuentros con Nélida días después del episodio fueron tibios y distantes. Ella se sentía culpable de un desplante irracional que la había revelado ante él igualada a la más estúpida de las mujeres; y él se sentía un hombre sucio que moraba en una porqueriza rebosante de cuanta alimaña había engendrado el Altísimo sobre la faz de la Tierra.
Ernesto, por su lado, había sido expulsado del colegio por traficar marihuana. En un gesto hacia la figura del padre, la Directora no dio parte a la policía. Pero igualmente Balvanera lo desterró a la casa de su hermana Ofelia en Córdoba para que cortara por un tiempo con todas sus relaciones en Buenos Aires.
Dos meses después Ofelia regresaba con Ernesto y con una larga lista de recomendaciones para su hermano.
–El chico necesita un padre Roberto, un padre que se ocupe, nada más. Tiene una inteligencia prodigiosa pero desaprovechada. Todo lo que hace, que generalmente es malo, lo hace para llamar tu atención ¿no te das cuenta? Por eso busca agredirte y contrariarte en todas esas ideas tuyas. Volvé un poco de la década del setenta Roberto, y ocupate del chico que sino va a terminar mal.
Balvanera la escuchaba sin escucharla y asentía sin asentir. Estaba convencido que el comportamiento del chico era consecuencia de la edad y que se corregiría cuando madurara. Entonces comprendería el mundo y advertiría el modo como unos pocos digitan la vida de muchos y la muerte de unos cuantos más.
Pero todo siguió igual. El chico regresó al mediodía y esa misma noche ya estaba instalado en la habitación de Matías, donde últimamente se daba cita una fauna cada vez más numerosa de adolescentes abúlicos, atraídos vaya uno a saber por qué mieles de la Internet.

Balvanera cenó solo, miró un rato la televisión y pasó por la cocina a buscar algo para tomar. Entonces pudo comprobar que el verano había hecho lo suyo y que dos o tres cucarachitas diminutas como hormigas correteaban inocentes por el mármol de la mesada.
Ante la evidencia de flagrante violación de los términos acordados, Balvanera protestó por escrito y encontró la respuesta al día siguiente.

“Vamos Balvanera, ¡son criaturas!. Usted sabe como son los chicos, hacen travesuras hasta que aprenden las reglas. ¿Siquiera nos dará el tiempo para educarlas un poco? Si son unas criaturitas hermosas.”
“No entendemos la razón de ese odio tan visceral que alcanza hasta los niños cucaracha. No lo entendemos Balvanera. Va por la vida con su discurso en contra de la discriminación y a favor de los oprimidos del mundo y a nosotras nos tiene condenadas a elegir entre el encierro o el exterminio, con tal de no contaminar su vista con nuestra presencia. Entiéndalo bien Balvanera: para nosotras usted es Hitler contra los judíos.”


Este mensaje sí caló hondo en Balvanera. Hasta ahora todo estaba claro: estas eran cucarachas y había que exterminarlas en cuanto fuera posible. Cualquier persona aceptaría esto sin la menor sombra de duda. Sea de izquierda o de derecha, el hombre mata a las cucarachas; con independencia de su situación en la lucha de clases; el hombre las mata, y el procedimiento no requiere de mayor justificación, a menos que el interlocutor sea la propia cucaracha, porque ¿cómo le explica uno al bicho que es un bicho y por lo tanto debe morir? Además ¿Qué clase de argumento era este?
No había argumento. Definitivamente de su mente afloraba la misma sinrazón de Hitler para con los judíos, la misma sinrazón de todos los genocidas. En un instante de revelación, Balvanera cayó en la cuenta de que se estaba comportando como el malvado de su propia película. Pero lo peor del caso era que no podía evitarlo, porque tan pronto como imaginaba una escena de convivencia doméstica junto a una legión de cucarachas felices y liberadas que correteaban por la mesita ratona y abrían la heladera para servirse un yogurt, se le erizaban los pelitos de la nuca y se le aceleraba el corazón. ¿Padecería Hitler de los mismos síntomas ante la cercanía de los judíos alemanes? ¿Podía culpárselo por eso? ¿Sería congénita esta forma de maldad? Pero ¿qué clase de pensamientos eran estos? Hitler había sido un genocida, símbolo supremo de la opresión y la masacre. Debía ser repudiado porque representaba la muerte, el más cruel exterminio sin razón. Claro, lo mismo que representaba él para sus cucarachas.
Continuó dando vueltas en círculos hasta que se cansó. Desistió sin darse cuenta y sin resolver el acertijo, que por el contrario, era ahora más grande.

Nunca respondió el mensaje pero soportó con estoicismo las infrecuentes apariciones de alguna cucarachita menor que de tanto en tanto asomaba sus antenitas curiosas a la luz de las lámparas eléctricas. “Es hasta que aprendan un poco” se decía, y soportaba el invariable embate de los síntomas del asco y el horror.

Pero algo muy profundo había ocurrido. El último episodio lo había desnudado ante sí mismo. Los pilares de todo su andamiaje intelectual estaban fisurados y no había forma de repararlos, ni mucho menos tiempo para construir otros nuevos. Toda su doctrina, paciente y trabajosamente edificada durante años de mejora continua, temblaba ahora como una hoja al viento, y en cuanto trataba de apuntalarla, la simple imaginación de una cucaracha caminando libre por su mano lo traía de vuelta con la fisura agrandada y los pelitos de la nuca en pie de guerra.
Poco a poco comenzó a declinar invitaciones para dar sus charlas revolucionarias. En la Universidad, sus clases de derechos humanos se fueron enfriando y transformando en una mera repitencia de leyes anotadas en los libros.
En su casa, la cucarachada seguía ganando territorio solventada ahora por esta actitud pusilánime revelada por Balvanera y eficazmente detectada por el insecto, que avanzaba en una guerra de pequeños gestos de violación del trato, que nunca eran lo suficientemente graves para motivar una protesta escrita.

Una mañana, una cucaracha de las grandes apareció en el piso del baño. En un reflejo casi olvidado, Balvanera la pisó con decisión. Sintió una dureza extraña bajo la suela del zapato, pero cuando se acercó a inspeccionar el cadáver, tres cucarachas más aparecieron en escena y se llevaron el cuerpo.
A la mañana siguiente estaba la respuesta en un montoncito de hojas sobre la mesa de la cocina.

“Federica era una joven inquieta. Cuestionaba todo nuestro acuerdo. Nos acusaba de traidoras a la especie. Pregonaba ante las nuevas generaciones la necesidad de luchar por la libertad, de todas las formas posibles. Era una verdadera revolucionaria y su elocuencia fue respaldada por la acción en su acto suicida de anoche. Ahora está muerta y es venerada como mártir de una causa que, repentinamente se ha difundido y está ganando adeptos en toda la colonia. La situación se ha tornado complicada Balvanera. No sabemos durante cuanto tiempo podremos mantener el control.”

Balvanera sintió un frío en la espalda y una sensación de pánico absoluto. Tendría que vivir los días siguientes sabiendo que en todas las rendijas de su cocina se estaba gestando una revolución. ¿Saldrían desde abajo de la heladera o atacarían desde el baño? ¿Le tenderían una emboscada? ¿Subirían por dentro de sus pantalones hasta sitiar sus genitales, o se arrojarían desde el techo y aterrizarían sobre su calvicie para avanzar luego hacia la cara, los oídos y los ojos? ¿Cómo urdiría la colonia su venganza por el asesinato de Federica? Era difícil convivir con esa película proyectándose continuamente; vivir así, con un peligro inminente en la cocina y tal vez en toda la casa.
Siguieron días de un silencio tenso y una venganza en ciernes cuyos detalles se agigantaban en la imaginación de Balvanera, que ahora la vislumbraba atacándolo dormido, metiéndose en su boca y atascándose en el último ronquido antes de la locura.
Pero el tiempo pasaba y la cucarachada no daba señales de vida. La profusión de imágenes horrorosas cesó casi por completo y el paso de los días fue transformando el pánico en una ligera sensación de inseguridad que solo aumentaba un poco en la cocina.

Finalmente Balvanera llegó una noche a casa, entró, cerro la puerta, encendió la luz, giró y profirió un grito de horror. Diseminadas como hojas de un otoño en su esplendor, cientos de cucarachas bullían por toda la casa, se paseaban sobre el sofá y sobre la mesa del comedor, entraban y salían por las ranuras de ventilación del televisor, recorrían el techo y las paredes y transformaban el embaldosado en una llanura efervescente. La venganza se había consumado; en plena revolución la cucarachada se había abandonado al vicio de la libertad, escapando de su celda oscura y aflorando como un sudor del cemento que chorreaba por las paredes y goteaba desde el techo.
El pánico dejó paso a una agresividad instintiva e irracional que inyectó un heroísmo agónico en la sangre de Balvanera. Enloquecido avanzó como una aplanadora pisando cucarachas y martillándolas con el puño sin siquiera advertir la extraña y dura textura de los cuerpos. La colonia emprendió una retirada dantesca y se pertrechó debajo de la cocina. Balvanera arrancó literalmente el artefacto, lo arrojó lejos de allí y se zambulló en el hueco en ciega persecución, dejando un venteo de gas en el niple que afloraba de la pared. La cucarachada se movió hacia la izquierda ganando el piso de la mesada, refugiándose en la más absoluta oscuridad. Desprovisto de todo raciocinio, Balvanera buscó el encendedor para iluminar la guarida. Se hincó en el hueco de la cocina como un musulmán postrado ante su dios, empuñó el encendedor y lanzó el chispazo.
La explosión sacudió el vecindario y rompió varios vidrios de las casas aledañas. Ernesto llegó a la carrera desde la casa de Matías y se internó en las ruinas de su hogar llorando y culpándose desconsoladamente.
La ambulancia se llevó a Balvanera, lo descargó en los pabellones de un hospital cercano y se marchó. Con una linterna, el médico de emergencias iluminó las pupilas abiertas y perdidas del Doctor Balvanera que yacía inmóvil sobre la camilla. El diagnóstico era confuso. Además de los múltiples magullones y quemaduras, el hombre se encontraba en un estado de shock, tal vez acompañado por lesiones del tejido cerebral que de momento había dejado al paciente en un estado de aislamiento absoluto que podía durar unos días, unos años o toda la vida.
Los días que siguieron se amontonaron entremezclados en una rutina de ir y venir en su silla de ruedas arrastrada por el enfermero de guardia, con la cabeza ladeada hacia la izquierda, la mirada perdida y la mente sumida en un limbo desconocido. No hablaba, no gesticulaba, no caminaba y apenas si abría la boca ante la presión de la cuchara sobre los labios. Así pasó los días y los meses de un tiempo liso, igualado a la nada.

Pero varios años después, lenta, muy lentamente, Balvanera comenzó a escuchar y a reaccionar con un quejido que presagiaba la incipiente vuelta del lenguaje.
Ofelia, Ernesto y su flamante esposa Marianela, llegaron desde Córdoba para asistir al milagro.
Ernesto se había enderezado merced a los buenos oficios de la tía. Estaba estudiando sistemas, trabajaba en una casa de insumos informáticos y esperaba una hija de Marianela que ya pateaba desde su nido placentario.
Entraron por el largo pasillo del neuropsiquiátrico, ingresaron en la sala de recreación y allí los dejó el médico ya interiorizados de la inesperada evolución del cuadro.
–Hola papá –dijo Ernesto–. Mirá, te traje a Marianela, la chica de la que te hablé. Y pronto vas a tener una nieta.
El hombre movió la cabeza como si le pesara una tonelada. Miró a la chica embarazada, levantó las cejas, abrió grande la boca y pronunció un sonido incomprensible. Ernesto se arrodilló junto a él y acercó el oído. El hombre repitió, ahora más claro
–Ponele Federica.
El muchacho irrumpió en un sollozo que enseguida se hizo llanto. Y lloró y lloró sobre el regazo semi adormecido de su padre.
Más atrás, Ofelia inquirió a Marianela, quien repitió la frase con tono de velatorio. La mujer asintió con gravedad sin entender una palabra de lo que estaba pasando.

Un poco más atrás, algunos pacientes caminaban sin rumbo, otros conversaban a los gritos y todavía otros miraban un televisor enorme y a todo volumen que transmitía la tanda publicitaria de un programa infantil. Vendía una muñeca enorme que solo en la cara tenía diecisiete movimientos; luego un transformer que en su modalidad de nave espacial, ciertamente volaba; luego, para asustar a las viejas, la tercera versión de un ejército de cucarachas igualitas a las de verdad, que se controlaban a distancia desde una PC cercana y que admitían un sinnúmero de habilidades que podían bajarse de Internet.

Afuera, el jardinero podaba el césped exaltando el perfume de la grama triturada. Arriba, el cielo, abrazando a todas las historias del mundo con esa discreción absoluta que es como un perdón de Dios.

El Vampiro de Nuñez (Cuento experimental)

Esta es la historia de los hechos acaecidos en la madrugada del último sábado 27 de enero que viera la luz del siglo XX.

Deberá el lector situarse en el barrio de Núñez en una Buenos Aires oscura y tormentosa, como lo suelen ser algunas noches del estío en estos parajes húmedos y calurosos en el sur del orbe civilizado.

Líbreme el lector de precisar el exacto cruce de avenidas, el sitio preciso donde la historia se inicia pues no conviene a este simple servidor la revelación de demasiado dato.

Recorría entonces aquellas veredas desérticas un puñado de mozalbetes medio alcoholizados que hablaban a los gritos y espantosamente, y que reían con grotesca estridencia, y que se enojaban con suma facilidad, y que discutían entre ellos por el color de una hormiga, y que caminaban en zigzagueante trayectoria, y que bebían cerveza rubia, y que pateaban las bolsas de basura y que contaminaban la calma del barrio con indecente desparpajo.

Y fue en el mismísimo tiempo que un vecino de trasnochadas costumbres paseara de su correa a un pequeño pequinés color canela, que movía la cola y olfateaba los árboles y los postes y los palos, orinando ora aquí, ora allá cuando encontraba algún hueco permitido en su mundo de olores de otros perros y otros gatos.

Y resultó ser que mientras los mozos marchaban de aquí para allá, venía el hombre con perro justo de allá para aquí, por la misma ignota vereda en el mismo desafortunado instante, de modo que se hacía inminente un encuentro de los unos con los otros al promediar la vereda.

Y se hizo el silencio durante el interminable cruce. Callaron los muchachos con olor a riña. Calló con sabor a miedo el hombre con perro.

Pero ¡Ay! Tenía que suceder que el condenado cuadrúpedo no se quedara ni quieto ni callado y se lanzara a olfatear con gran aplicación los mismísimos zapatos del más grandote de la tribu aquella. Y con tanta insistencia lo olfateaba que debió ocurrir que algún otro de aquellos le lanzara una charada al grandote que despertara en burlona carcajada hasta el último integrante de la grotesca pandilla. Y para rematar la situación, en remate inesperado, tuvo que ser que el canino levantara su trasera y desgraciada pata y orinara un chorrito menor sobre el botín del grandote que ya tenía en el semblante unos humos de agresivo alcoholizado.

Y en un reflejo, el grandote pateó al perro malamente para que este cayera dos metros más allá, rebotara contra el suelo y se alejara aun un metro más.

Y allí estaba clavado contra el piso el amo del perro, que no acababa de evaluar la conveniencia de regañar al perro o al grandote o a la mismísima suerte de su paseo de madrugada, cuando el animalito se repuso para sorpresa de todos, dió un salto de felina apariencia para ir a dar contra el cuello del grandote y blandir sus afilados dientecillos justo en una arteria principal.

Unos segundos demoraron los secuaces en desprender al perrito del cuello del grandote mientras el amo, en pusilánime actitud, solo atinaba a gritar:

–¡Suelte Piqui! ¡Suelte!

Y el perrito soltó y desde el suelo aun ladraba unos ladridos de guerra, levantado el labio superior exhibiendo el biológico armamento.

Y el hombre del perro sujetó al perro por los costados del lomo y a paso vivo desapareció de la escena, justo cuando el Altísimo le escupía una lluvia torrencial al lugar de los hechos.

Y créase o no, el grandote quedó tirado en el piso, bajo la lluvia, muerto de muerte absoluta y por toda la eternidad mientras la tempestad aquella se llevaba un hilito de su roja sangre para integrarlo al río que ya discurría junto al cordón de la avenida.

Y vaya sorpresa que la pandilla grotesca de temeraria apariencia, al ver la sangre y ver la muerte y sobre todo ver la lluvia, que mojaba hasta calar la osamenta, se diera a la fuga en cobarde retirada.

Y al poco tiempo del tiempo en que el grandote cayera con las venas reventadas y las botas orinadas pasó justo un pordiosero que calzaba un piloto viejo de solapa levantada, negro y brilloso del barro de la mezcla de la mugre con el agua.

Y agachado sobre el cuerpo le escudriñó los bolsillos y con desazón sustrajo dos monedas, un condón y un poco de marihuana. Y antes de abandonar aquella carroña de miserable botín, se acercó muy cerca, como que era miope, para apreciar la herida que en el cuello ostentaba.

Y fue a ser la providencia que justo en ese momento una señora madura que bajaba de un taxímetro se quedara mirando al hombre hincado sobre el cadáver, curiosa por la evidencia de ser curiosa la escena.

Y el hombre se dio a la fuga con la solapa en la nuca y después de cinco pasos se perdió entre la lluvia.

Y como ya se prevé fue que la vieja al momento telefoneó al comisario y despertó en gran jaleo al completo vecindario.

Y al día siguiente se supo, por parte de enfermería, que el deceso se debía al oportuno clavado de colmillo de mamífero, más bien pequeño, justo en la yugular del occiso que había muerto. Y al continuado se hablaba de aquel hombre encapotado que había sido visto hincado sobre el cuerpo del cadáver.

Y ya sabrán lo que ocurre cuando corren las historias pues bastan tres días de feria para el mito popular.

Y la sección “policiales” de un periódico local se hizo cargo de la historia de aquel vampiro de Núñez que atacaba por las noches clavando su dentadura en cuanta vena jugosa le fuera a dar a las fauces.

Un periodista del diario le hacía aspavientos al cuento y publicaba una historia por día y por ejemplar. Escribía por las noches hasta ya la madrugada. Después paseaba a su perro y después se iba a acostar.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Crónica de un raro Apocalipsis (Cuento)

La calle desaparecía bajo el agua de lluvia. Las bocas de tormenta se atestaban de basura urbana y el viento acarreaba hojas y ramas a la sopa que lentamente se configuraba entre vereda y vereda. Era una lluvia cualquiera de las que golpean Buenos Aires; no crea usted que recuerdo justo aquella. Pero sí recuerdo la lluvia porque fue la excusa que me impuse para obligarme a ordenar la habitación. Racional hasta la médula, difícilmente moviera un dedo sin inventar antes una buena razón. Así era yo, así lo proclamaba y así se burlaban de mi quienes afirmaban que esta inacción se debía realmente a la más burda pereza, que un racional es el cociente entre dos enteros y que no está en la médula.
Lo peor era la biblioteca, ese objeto conjurado para que el desorden del piso pudiera trepar a las paredes. La única forma de acometer el reto consistía en vaciarla completamente y luego proceder por clasificación: Las novelas con las novelas, los ensayos con los ensayos, los manuscritos con los manuscritos. Las promociones de bancos y las bolsitas de nylon y los vasitos de yogurt y los papeles de diario irían al cesto –¡pobre alfeñique!; vasos, pocillos y cucharitas a la cocina y calzoncillos al placard, previa inspección.
Pero a poco de andar en la tarea, encontré que allá, en el vértice que forman estante, parante y pared, debajo y detrás de la maraña sudeste, yacía insólito y horrendo un paquete de cigarrillos sin celofán, abierto, a medio vaciar y con una lozanía que no delataba tiempo.
Incurriendo en ese desprecio por la delicadeza que a veces la espontaneidad le infunde a los pensamientos súbitos, pensé
–¿Qué hace esta mierda acá?.
Yo no fumaba ni había fumado jamás ni habría permitido nunca que nadie fumara en mi casa. Era un detractor del humo ajeno en la nariz propia y solía pronunciar encendidos discursos contra los fumadores indolentes en los debates de café y en las tertulias aburridas. Tenía elaborados argumentos que ponían al fumador a la misma altura que el asesino o el genocida, y no dudaba en verterlos ante el menor gesto de algún desprevenido que osara desplegar su arsenal en mi presencia. Ciertas amistades molestas sostenían que mis sermones eran más insanos para la víctima que su humo para mis pulmones.
Allí estaba entonces ante mí esa burla del demonio jactándose de ser la evidencia certera de un hecho inescrutable. Hacía dos años que rentaba ese lugar, vivía solo y en ese lapso muy poca gente me había visitado. ¿Quién habría dejado el paquete?. Realicé cierto esfuerzo por analizar los estratos de la maraña sudeste en busca de indicios, pero ya casi los había desmantelado por completo borrándolos para siempre.
A la mañana siguiente llevé el paquete a la Universidad con el propósito de inquirir a mis compañeros de curso. Durante el intervalo saqué el paquete del bolsillo y luego de la humillante sarta de bufonadas y risotadas de la que fui objeto y de cuyo detalle prefiero librarme, alguien arrojó un dato.
–Además, esa marquilla no es de acá. Debe ser importada. La nuestra tiene el camello grande y en el centro y esta lo lleva chiquitito y al costado. Debe ser importada la marquilla. Porque ahora el señor fuma importados. Y a nosotros nos rompe soberanamente las pelotas.
Solo por intriga conservé el atado durante un tiempo hasta que un par de años después se lo regalé a un sobrino que coleccionaba marquillas y que recibió con agrado la nueva y rara pieza.
Para ese entonces otro hecho curioso se había sumado ya a lo que luego sería el caos. Un mate de plata muy trabajado y sorprendentemente brillante aparecía indescifrable en el cajón de herramientas. No había ninguna posibilidad de que ese objeto hubiera llegado allí, a menos que un ladrón de pinzas y llaves francesas lo dejara olvidado en mi ausencia, lo que contradiría esa preferencia que tienen ellos más por llevar que por traer.
Realmente era curioso lo del mate porque parecía recién lustrado o recién fabricado, y sin embargo los expertos en antigüedades que resolví consultar insistían en sostener que se trataba de una pieza de 1919 o 1920 y que su estado de conservación era sorprendente.
–Pero no tan sorprendente como su “estado de aparición” –replicaba yo.
Y una y otra vez narraba a uno y otro experto las incomprensibles circunstancias de su hallazgo. Y una y otra vez el experto me aclaraba que la casa no acostumbraba adquirir para su venta objetos cuya procedencia fuera tan confusa.
En los meses siguientes di con un corpiño, un lápiz de carpintero y un pequeño objeto de plástico, muy elaborado, como un encendedor o un llavero, cuya función nunca averigüé. Podría jurar además que había perdido una media, un sacacorchos y un vaso de uso diario ya que creía haber roto dos y faltaban tres. Pude saber luego que el corpiño era de Carola, una compañera de estudios que había venido cierta vez con un claro cometido y que se había ido luego de haber cometido otro.
Para ese entonces me preguntaba si esos detalles domésticos que no condicen con ninguna explicación racional, como el hallazgo de moneditas en los cajones o la persistente desaparición de los bolígrafos, no estarían presentes en la vida de todo hombre; si no sería parte de nuestra naturaleza imperfecta dejar sin acomodar algunos aspectos de la realidad, como si el intelecto poseyera unos pequeños agujeros que dejan fuera de su capacidad de representación formal a una minoría de detalles insignificantes porque esta falla menor es tan exigua que jamás pudo ser sancionada por la selección natural. O peor aun, que estas micro incongruencias fueran parte de la realidad misma; que burlando a toda una legión de sabios, el universo presentara fisuras, irrelevantes aspectos donde la causalidad y la lógica no entran, donde se viola el principio del tercero excluido y entonces algo puede ser a la vez verdadero y falso o ninguna de las dos cosas, donde las paradojas pululan imperceptibles, montadas sobre una estructura visible lógica y concreta, formando un todo híbrido que no logra explicar la aparición del mate pero que esclarece perfectamente la procedencia del corpiño de Carola.
El tiempo y la acumulación de evidencia anómala darían por tierra con estas laxas especulaciones.

Cierta mañana salí en dirección al trabajo. Ya habían transcurrido unos años desde la aparición pionera de aquél paquete de cigarrillos. Probablemente había perdido peso porque siquiera la última perforación del cinturón lograba mantener el pantalón ceñido a la cintura durante un lapso conveniente. Soplaba un viento condenado que en sus ráfagas más destacadas lograba aminorar mi marcha; porque el viento, cuando es fuerte, sopla en contra. Doblé en la esquina para tomar la avenida y una ráfaga incrustó una daga de polvo en mi ojo izquierdo. Instintivamente las cejas se apretaron contra los pómulos y el maletín se cayó. Cuando terminé de restregarme y volví al mundo me quedé pasmado. Todos los carteles de la cuadra estaban cubiertos con unos grandes afiches que decían arriba “Una Nueva Cara”, abajo “El Mismo Sabor” y al centro, riéndose de mí, perfectísimo y brillante, un atado de cigarrillos idéntico al aparecido, con aquel inquietante camello perforándome la mente, chiquitito y al costado.
Allí me quedé un instante, con los ojos todavía lagrimeantes, mirando confundido los carteles, con el maletín abierto a mis espaldas, perdiendo hasta el último papel en el remolino de la esquina, el cabello revuelto y el pantalón olvidado a su suerte, arrugado sobre los zapatos, con medio trasero al viento disfrutando el meteoro.
Un hombre algo mayor se cruzó desde la vereda de enfrente.
–¿Se encuentra bien muchacho?.
Aun aturdido señalé el cartel con la palma hacia arriba.
–No comprendo –murmuré.
El hombre miró el cartel y volvió a mi rostro en un reflejo de ida y vuelta.
–Venga, venga que este viento es un fastidio.
Al rato estaba mateando con el viejo dentro de lo que parecía ser un kiosco. Se trataba de un reducido cuarto, probablemente un pasillo, abarrotado de mercadería de la más diversa calaña, desde cigarrillos y golosinas hasta mapas y velas y lamparitas; y todo dispuesto de un modo abigarrado y revuelto, solo inteligible para su dueño.
Entre el viejo y yo se interponía una fotocopiadora en desuso que hacía las veces de mesa y estante.
–Hace dos años que no funciona -había dicho-. El técnico me dijo que tiene el revelador agotado o algo así, y que reemplazarlo cuesta un ojo de la cara ¿Vio? Cuando la quise sacar me di cuenta que debía desarmar todo el negocio.
Entre mate y mate fui desgranando toda la historia, desde la aparición del paquete hasta esta comprobación de recién que parecía indicar que aquel atado no existía aun al momento de aparecer.
Cuando terminé de hablar, el hombre se quedó pensativo.
–Sabe –dijo– últimamente están pasando cosas raras. Creo que usted tiene que visitar el bar del Gallego. Lo del Gallego es único, nunca vi algo así. Tal vez a él le reconforte hablar con usted y a usted hablar con él.
Fuimos al domingo siguiente. El bar estaba cerca del kiosco, a unas dos cuadras sobre la avenida. Entramos y atravesamos el salón. Era un lugar simple, limpio y confortable donde varios individuos tomaban café, leían diarios, conversaban y se daban besitos, según la composición y cardinalidad de los grupos. Detrás de la barra varios muchachos desarrollaban diversas actividades relativas al negocio. Diligentes, vaciaban bandejas, lavaban vasos, abrían heladeras, accionaban las manivelas de la máquina de café y murmuraban sin mirarse unas palabras monosilábicas que encendían leves y asimétricas sonrisas en compañeros cercanos.
No se podía dudar cuál era el Gallego. Un hombre mayor, bajito barrigón, pelado y ajeno a las chanzas guturales de los otros. Alzó la vista y articuló una amplia sonrisa al ver al viejo, que no perdió un ápice cuando me miró de reojo.
–¡Vamos, Pedro! No te cansas de perder al ajedrez en el club que vienes aquí a perder de visitante.
–Es que el único objetivo de mi rey es perseguir a tu dama para hacerla suya en una de las torres.
–Pues se ve que las dotes de tu rey no le apetecen a la dama ni un pelín, porque cada vez que se le acerca, lo mata.
Las chanzas cruzadas duraron varios minutos recorriendo el ajedrez, el truco, las bochas y las habilidades para asar el lechón. Finalmente el quiosquero habló del asunto que nos había llevado hasta allí.
–Acompáñenme –dijo el Gallego, que no paraba de hablar.
En la pared del fondo del local había una puerta recostada sobre la izquierda. La puerta conducía a un pasillo con puertas a la derecha que daban a la cocina, un baño y un depósito, y terminaba en un pequeño patio detrás del cual estaba la casa del Gallego.
Pues bien, entre la cocina, el baño y el depósito, atravesando paredes, columnas y una puerta, se podía ver literalmente incrustado, un automóvil antiguo y flamante. Los neumáticos tenían un poco de barro seco y el parabrisas mostraba esas marquitas de sarro que dejan las gotas de lluvia al secarse.
–Es un Chevrolet del año 48 –dijo el Gallego–. Apareció así, como lo ven, el sábado de la semana pasada.
Lo más desconcertante era el modo como estaba incrustado en las paredes. Donde aparecía la pared desaparecía el auto, que continuaba del otro lado como si no hubiera tal pared, pero en esa unión de bólido y ladrillos, no se detectaba mácula. No había una sola raspadura en la chapa ni el menor descascaramiento en la pared; una cosa atravesaba la otra sin que fuera posible determinar cuál atravesaba cual. Incrustado en medio de la casa, estaba el automóvil. Simplemente.
–Nos fuimos a dormir una noche y a la mañana lo encontramos aquí. No hubo ruidos ni ladraron los perros ni violaron cerraduras ni corrieron las mesas. Nada de nada. La rueda delantera derecha quedó justo en el inodoro del baño, de modo que no tenemos excusado y tenemos que utilizar el mismo que los clientes. Al principio me desanimé pero luego, un arquitecto que viene seguido y se sienta en aquella mesa, junto a la ventana, me dijo que debería reformar el local para transformar el fenómeno en una atracción para los clientes.
Y el hombre continuó despachando una sarta farragosa de frases referidas a su proyecto de reforma del negocio y no sé cuantas cosas más.
Yo estaba demasiado aturdido para seguir lo que el Gallego hablaba. Nos despedimos al rato y salimos al fresco. Caminamos en silencio sin decir más que un “que cosa ¿no?”, el quiosquero aterrizó en el kiosco y yo seguí para mi casa.

En los días siguientes las conversaciones domésticas de todo el mundo se fueron llenando de relatos inquietantes. En la Universidad narré la historia del auto del bar, pero más que asombro, produje verborrea. Todos tenían casos para contar. Una tras otra se vertían en la charla inverosímiles historias de objetos aparecidos, aparentemente de otro tiempo, a veces pasado, a veces futuro, y para equilibrar el fenómeno, como si obrara esa porfía que tiene el universo por la simetría, otros objetos desaparecían con destino incierto.
El fenómeno cobró estado público cuando comenzaron a aparecer y desaparecer personas. Los diarios hablaban del asunto, los informativos de la televisión, los informes de las radios y los chismes de las viejas en el mercado.
–La otra mañana se apareció un hombre vestido con ropa del 1700 o por ahí, caminando por la avenida en medio de un humo. Iba mirando los edificios como si fueran el Diablo –decía una.
–¿Y el hijo de la peluquera? ¡Desapareció!. Se metió en el baño, se cerró con llave y no salió más. Cuando lo fueron a buscar no contestaba. Tuvieron que tirar la puerta abajo. Estaba la llave puesta del lado de adentro y él no estaba. Desde entonces no lo vieron más.
–¿El de la peluquería que está al lado de la farmacia? –replicaba la primera–. Usted sabe que me lo crucé el otro día y lo tuve que mirar dos veces porque estaba tan demacrado que no lo reconocí. Tenía la cara como alargada y amarilla; entonces me dije “a este chico le va a pasar algo” y ya ve que no me equivoqué. A ella tampoco la veo bien.
Y así seguía ese contrapunto delirante que intercalaba de tanto en tanto comentarios sobre el precio de la lechuga o la frescura del pescado o nuevas jactancias de premoniciones absurdas.
Pero las historias eran ciertas y los hechos seguían ocurriendo.
Al muchacho del departamento cuatro se le apareció una versión suya cuarenta años más vieja, lo cual sumió a ambos en una profunda depresión: Al viejo, por el reconocimiento de la piltrafa en que se había convertido, y al joven, por la revelación de la piltrafa en que se convertiría. Decidieron suicidarse. Me contaron el plan en un cruce de pasillo. El viejo mataría al joven y con esto moriría él también porque no podría existir a los setenta si había muerto a los treinta. Pacientemente les complete la otra mitad de la famosa paradoja.
–Pero si tu te mueres a los treinta ¿cómo podrás llegar a los setenta para perpetrar tu asesinato?
Callaron y marcharon perplejos. Más tarde supe que el joven había matado al viejo.

En los siguientes siete días ocurrió todo. Cuando las desapariciones de personas se aceleraron, todo dejó de funcionar por falta de personal idóneo. Uno a uno fueron cerrando los negocios conforme se desvanecían sus propietarios. Hace cuatro días callaron la TV y la radio y dejaron de editarse los periódicos. Al día siguiente se nos fue la electricidad, el gas y el agua corriente y sospecho que ya no hay gobierno ni justicia ni policía.
Además el fenómeno desfiguró la ciudad. Pequeñas y grandes porciones de edificios eran constantemente reemplazadas por otras a veces más antiguas, a veces más modernas. De tanto en tanto se producían derrumbes cuando lo que aparecía arriba era demasiado pesado para lo que quedaba abajo. La vereda alternaba sin ley barro, baldosa, adoquín y cinta transportadora. Los más curiosos objetos aparecían esparcidos por doquier y todo el paisaje urbano adquiría el perfil de una extraña ruina.
Los aparecidos eran el gran problema. Todos los días llegaban al presente cientos de miles, tal vez millones de ellos. Provenían del antiguo pasado o de un futuro lejano y apenas se reponían del estupor inicial se abocaban a la tarea de asegurarse un refugio, agua, comida y vestimenta, cosa que debían hacer en una sociedad que se había quedado huérfana de leyes y estamentos. Rápidamente comenzaron a formar bandas agrupándose por época, por edad o por afinidad. Grupos de hombres y mujeres que se aglutinaban en torno a un líder natural, quien administraba los asuntos sobre cómo sobrevivir en ese caos. Y como era de esperar, las escaramuzas entre grupos eran frecuentes y sangrientas. Una pequeña jauría se encargaba de los cadáveres, y era frecuente ver trozos mordisqueados de cuerpos aún tibios esparcidos por la calle.

Ayer desapareció el Sol, o tal vez hoy.
Afortunadamente guardaba yo unas velas que me sirvieron para combatir la primera noche absoluta. Una noche con luna invisible y la somera luz de las estrellas, que vaya uno a saber si estaban todas.
Me encerré en casa para pensar y tratar de entender.
Era evidente que este galimatías temporal derivaba en una caos cultural cuyo efecto promedio era equivalente a la ausencia de toda cultura. Se operaba entonces un súbito retroceso de la estructura social a formas protoculturales parecidas a los grupos de simios superiores o a los presos de las cárceles. Grupos más o menos estables gobernados por una jerarquía de hombres que se establecía de acuerdo a una rara mezcla de sociabilidad y brutalidad, paralela a la cual se desplegaba una jerarquía de mujeres que pugnaban por los hombres más poderosos esgrimiendo juventud, belleza y artimaña, en ese estricto orden.
Despojada de toda cultura, la sociedad se abandonaba a sus comportamientos más primitivos revelando fatalmente que siempre habían estado allí.
Pero cierta molestia me distrajo de estos pensamientos. Era como la presencia de un objeto en el rabillo del ojo; un objeto que no lograba enfocar, como ocurre cuando una luz intensa nos impacta en las retinas de costado dejando un vestigio de su impronta que nos ensucia unos momentos la visión. Una sensación de presencia que se iba desplazando lentamente hacia el foco. Levemente, en esa brillantina que vemos cuando enfocamos el aire se fue configurando una región más densa en el centro de la visión, como una esferita luminosa que seguía el movimiento de la vista con cierto retraso menor que se recuperaba de un salto cuando dejaba quieta la mirada. La puse sobre la mesa a unos centímetros del tablado y la dejé inmóvil.
La esferita se intensificó más y más hasta enceguecerme por completo. La ceguera duró unos instantes y luego se fue disolviendo en el aire hasta desaparecer, dejando a mi alrededor una habitación similar pero distinta. Las velas ya no estaban y una luz intensísima llenaba el cuarto proveniente de la calle. Los cuadros eran otros, la mesa era distinta y un calor sofocante me caló los huesos. Instintivamente me acerqué a la ventana. La calle era la misma mezcolanza de épocas pero ejecutada en un orden diferente y allí donde antes se sucedían adoquín, barro y asfalto había ahora una sucesión de barro asfalto y adoquín.
Salí a la calle. Sofocado me desabroché la camisa hasta el ombligo. Al hacerlo, dos sombras propias acompañaron el movimiento. Giré y miré el cielo. Dos soles me asaban la frente, uno a la mañana y el otro a la tarde en el día más diurno de la historia del mundo. Un grupo de vándalos rompía una vidriera y saqueaba un negocio de mascotas al momento en que un automóvil muy antiguo con ruedas de rayos cruzaba como un bólido la bocacalle y se incrustaba en un puestito de diarios y revistas abandonado.
Me acerqué y recogí una de las páginas de un periódico desconocido. Leí ya sin sorpresa la documentación de una fecha inverosímil.
Caminé hasta una plaza. Me senté en un banco a la sombra de un árbol que resistía casi humeante. Un niño recién nacido gritaba a intervalos regulares, desnudo y boca arriba, asándose al fuego de los soles sobre el lecho de una fuente seca. Un joven desconsolado y aturdido avanzaba dando tumbos con el pantalón arrugado sobre los tobillos, un desquicio de sangre en la entrepierna y otro en el muñón de uno de los dedos de la mano. Su amada había desaparecido en plena cópula llevándose consigo lo que al momento guardaba. Un poco más allá, un hombre indudablemente loco caminaba a paso firme, de traje y corbata con un portafolios en la mano.
Evidentemente, yo mismo había saltado de una época a otra durante aquel instante de ceguera, pero este nuevo tiempo no se diferenciaba de aquél más que por la fecha de publicación del último periódico.
¿Sería posible que los hombres interpretáramos el fenómeno y lográramos recomponer alguna forma de estructura ordenada adaptada al hecho de que ahora todo saltaría de una época a otra de tanto en tanto? ¿Sería posible instaurar un orden, constituir una mínima institución que pudiera mantenerlo, una mínima ley, una mínima herramienta de control?
No cabía duda de que toda esperanza recaía en la capacidad que tuviéramos de convivir en la transcultura, de aceptar y tolerar los hábitos ajenos, desde el más antiguo hasta el más moderno. Esa y solo esa sería la clave de una eventual adaptación, sin duda: la tolerancia en la más extrema de las formas; una tolerancia pandémica, profusa y generosa. Pero ¿seríamos los hombres capaces de practicarla?. Jugueteando en los tiovivos de la mente me parecía tan simple la receta.
Entonces un joven, casi un niño, me sacó del cavileo sin saber que venía a responderme.
Padecía de una moda absurda. Tenía rapada la mitad de la cabeza y una larga cabellera en la otra mitad; llevaba una camisa rosa sin mangas que le llegaba hasta la mitad del vientre, abierta, sin botones ni ojales; unas bermudas en cuerina verde que no pasaban de las rodillas, unas hojotas con pasadores entre todos los dedos y una media tipo guante en el pie izquierdo, del mismo rosa que la camisa. Tenía los párpados a media asta, los ojos enrojecidos, una risa sin causa aparente, una parada burlona y un gesto afeminado. A unos metros aguardaba vigilante una cofradía de criaturas similares.
Se colocó en los labios una suerte de cigarrillo helicoidal, negro y fino y en un argot de décadas futuras con algún vestigio de español en el fraseado, supongo que me pidió fuego.
Entonces, en el más revelador y estúpido acto de mi vida, oí mi voz que le decía
-No nene, no fumo. El cigarrillo hace mal a la salud.

El olvido de Galves (Cuento)

Bajó flotando las escalinatas del templo del Dios único. Su rostro irradiaba aquella sensación de paz y plenitud que sucede al encuentro con la divinidad. Respiró el aire purísimo de la mañana y se internó en el ancho sendero de tilos y jacarandaes, florecidos por la gracia de la primavera perpetua. Hacia el horizonte, más allá del bosquecillo que enmarcaba el camino, se extendía una pradera ondulante que alternaba verdes y dorados y donde podían verse como trazos de un artista los caminos de ripio colorado que conducían a las casas.
Galves desactivó el levitador de cinto y se posó sobre el fresco adoquinado. Anhelaba caminar y sentir el mundo ascendiendo desde la suave fibra de la suela. Subiendo y abrazándolo como si fueran uno. Ese mundo que tanto dolor había costado y que al fin había resuelto ser el paraíso. Un mundo que amaba a los hombres, a unos hombres que amaban al mundo. Corría el siglo XXV en algún lugar de la llanura pampeana.


—¡Galves! ¡Galves! ¿Podés dejar eso y venir un poco acá?
Los gritos desde la cocina se venían repitiendo desde hacía cinco minutos. Nunca eran una llamada, siempre eran un reproche, esa mezcla de protesta y acusación que progresivamente se había adueñado del discurso de su esposa.
La canilla de la cocina se había empecinado en no cerrar del todo y Galves no tenía la menor idea de cómo repararla.
—Claro, “llamemos al plomero”. ¿Me querés decir con qué le vamos a pagar? Porque si encontrás la forma de pagarle, tengo una lista así de arreglitos de plomería para que el tipo se entretenga. Pero te recuerdo, por si todavía no te enteraste, que lo que traés apenas alcanza para la comida. Si no te enteraste, digo, porque te la pasás encerrado en ese quilombo que tenés en la cochera escribiendo estupideces.
De algún modo, Galves admiraba esa habilidad que tenía su esposa para criticarle la vida entera en una frase de quince segundos.
Con paciencia desarmaba, armaba y volvía a desarmar el grifo indescifrable toqueteando esto y aquello cada vez hasta que algún intento lograba el objetivo en una operación tan azarosa que nunca dejaba aprendizaje.
Y Galves salía a la calle, caminaba bajo una lluvia fina, fumaba un cigarrillo sin saberlo y pensaba en lo que luego escribiría. Pensaba en ese paraíso futuro de hombres amorosos y máquinas sirvientes y parques infinitos y olor a jazmines. Un mundo donde vivir no fuera la agonía de la muerte sino una experiencia maravillosa. Para escapar de su infierno, Galves escribía el paraíso y al hacerlo, la ficción lo rodeaba, lo abrazaba, lo acunaba en sus brazos protectores y le llenaba de gozo el corazón.
Cuando las luces de la casa se apagaban y toda la ciudad dormía con ese ronquido de ladridos lejanos y jarana de adolescentes callejeros, Galves se internaba en su reducto y continuaba con su relato de la felicidad perpetua.

Sintió que el terreno descendía revelando que el bosque ya había tomado la ladera. Oyó el rumor de un curso de agua que atravesaba el valle al final de la loma. Allí abajo, con su túnica blanca y ceñida, sentada en el borde de la roca lo esperaba Sofil, su amada Sofil. Tenía los pies descalzos sumergidos en el agua del arroyo. Una rama cargada de florcillas celestes bailoteaba a metro y medio de su cabeza, mecida por una brisa apenas fresca.
La chica volteó la cabeza al verlo llegar. Sonrió y aceleró sin darse cuenta el chapoteo de los pies en el agua.
—Mi alma te esperaba en calma y todo mi cuerpo, con urgencia —le dijo.
Galves la abrazó, le acarició con un dedo la mejilla y le mordisqueó los labios suavemente sin dejar de mirarla.
—La lógica impone atender primero las urgencias, mi amada Sofil —respondió mientras armaba una sonrisa.
Se recostaron junto al tronco de una rara especie. Una bandada de pájaros blancos y azules abandonó al instante la copa del árbol, describió un gran círculo en el cielo y volvió al árbol un minuto después.
Al rato yacían recostados contra el tronco con las cabezas juntas y las urgencias resueltas, mirando los pedacitos de cielo que se filtraban entre las hojas del dosel.
—¿Cómo vas con tu novela, mi amor? —preguntó Sofil, sin dejar de mirar el cielo.
—Ya casi la termino.
—¿No me contarás nada?
—Nada de nada, pero puedo prometerte que serás la primera en leerla.
Una esfera metálica atravesaba el cielo, giraba hacia arriba y se hundía en el espacio desapareciendo en un segundo.


Entonces era difícil levantarse a la mañana. Una rutina de años lo arrastraba hasta la calle, lo subía al autobús, lo llevaba hasta la fábrica y lo paraba frente al torno, donde durante nueve horas veía como la herramienta arrancaba una viruta azul de unas barras de metal. Allí, apenas despierto, seguía soñando el paraíso.
Es difícil precisar desde cuándo, pero lo cierto es que Galves había enloquecido. Era una locura invisible pero avasallante: Había decidido mudarse a su novela. Abrigaba la esperanza de que empleando cierta técnica para resolver el final, lograría que su alma, su esencia y todo su ser encarnaran el personaje del Galves de ficción volviéndolo real y haciendo real también todo su mundo. Así, en un pase de magia literario, Galves se iría del infierno y despertaría en el paraíso creado.
Totalmente convencido de la factibilidad de su proyecto, ponía especial empeño en describir esa inconmensurable maquinaria de placer que lo albergaría para siempre: El bosque de eucaliptos, la llanura insondable, las lomadas descendiendo suavemente hasta la orilla, el océano esmeralda y calmo lamiendo con cadencia las arenas blancas de la playa; su casa a orillas del mar, rodeada de jardines imposibles donde una bruma leve iluminada por el sol traía el aroma de un millón de flores. Las habitaciones de la casa —un verdadero palacio— una por una debían describirse, habitación por habitación, detalle por detalle: la biblioteca infinita, el salón de la piscina, el gimnasio, el estudio, las luces y las sombras.
Y conforme avanzaba hacia su meta, Galves se alejaba de todo: Las quejas de su esposa, las riñas de los niños, la situación económica, el reality de moda. La vida entera se transformaba en un ruido del que, con algo de concentración lograba abstraerse para seguir pensando su nueva morada.

Finalmente colapsó la rutina cuando un martes Galves no fue a trabajar. Y no fue un colapso menor. Un patrullero adormecido estacionó en la puerta de su casa a las seis de la mañana. Llorando a mares, la esposa abrió la puerta, y mientras balbuceaba entre sollozos la bonhomía de Galves, condujo al oficial a la cochera. Allí, a un metro de la bombilla eléctrica y colgado de la misma viga, pendía inmóvil el cuerpo sin vida de Galves, ahorcado con una doble soga de tender la ropa. Sobre el escritorio desvencijado unas páginas manuscritas descansaban aun frescas.
El oficial pidió quedarse solo. Leyó los textos con avidez. Al terminar profirió una carcajada. Luego frunció el ceño, escudriñó a Galves con una ceja levantada y se marchó a paso lento, perplejo y aturdido, sumido en un bucle deductivo que parecía no tener fin.
Sobre el escritorio rezaba el manuscrito:

Galves despertó sobre el mullido sillón de la sala de estar. Estiró los brazos, aspiró el aroma de azahares del parque y vio entrar a Sofil con una fuente humeante, la sonrisa tierna, la cadencia del paso, el amor en los ojos.
Se sentaron a la mesa y cenaron hasta estar satisfechos.
Él levantó la copa y celebró
—Brindemos por la finalización de mi novela, y por que tu existes, mi dulce Sofil.
—Brindemos por tu amor y por que me contarás al fin de que trata —replicó ella, sin dejar de sonreír.
Galves tomó un trago, saboreó, paladeó, se hizo buches, tragó, chasqueó la lengua contra el paladar, dejó la copa y habló.
—Es la historia de un pobre hombre de la Buenos Aires antigua que llevaba una vida gris y rutinaria en aquellos días en que los humanos todavía hacían el trabajo —apuró un trago y continuó—. Escribía la historia de un futuro paradisíaco, que casualmente es el nuestro, con la intención de escapar hacia ese tiempo mediante un ardid literario en el desenlace de la obra. Su plan era encarnar realmente el personaje principal de su relato y adueñarse para siempre de su vida, una vida perfecta que su misma pluma había creado. Finalmente lo logra. Ese personaje soy yo mismo, que hace unos instantes llegué al mundo. Esta casa, estos jardines, esa playa, son una ficción creada por el Galves del mundo antiguo. Tu misma, Sofil, eras ficción hasta hace apenas un instante, según versa mi novela.
Sofil quedó callada digiriendo la trama de la historia.
—Me habría encantado ser tu creación, mi amor, pero no puedo evitar el recuerdo de todo mi pasado, mi infancia en la casa del río, los paseos con mi padre por el bosque de pinos, los juegos de niñas en la casa de mis primas. Yo ya tenía una vida antes de que tu me conocieras.
Galves sonrió ante el intento de Sofil de explicar su existencia.
—Mi amor, es solo una novela. De todos modos, nada de lo que has dicho serviría para asegurar la realidad de tu biografía. El universo entero podría haberse originado hace cinco minutos, apareciendo así, como lo vemos, con los vestigios de un pasado de miles de millones de años, con personas con recuerdos de una vida entera, con flores ya abiertas y meteoritos cayendo. Un universo nacido como si ya estuviera en acción desde antes. Y por más descabellado que parezca, no hay forma de refutar esta teoría —hizo una pausa, bebió un sorbo de agua y continuó—. El propósito fundamental de mi novela ha sido hacer creíble este salto del protagonista de una realidad a la otra, por eso he anotado en cursiva los pasajes correspondientes a la realidad, como si fueran el relato de aquel Galves de la antigüedad.
La charla se prolongó un rato, considerando las distintas facetas de la idea, luego se acomodaron en el enorme sillón que dominaba la sala y pasaron a otros temas menos intelectuales.
Pero al rato de jugar el juego de las miradas y las caricias, algo empezó a inquietar a Galves.
—Mi amor, te noto distraído ¿qué te ocurre? —inquirió Sofil.
Galves se puso de pie y la ayudó a incorporarse.
—No es nada querida, solo me preocupa cierto detalle de mi novela que querría verificar ahora mismo.
Se despidieron en la puerta prometiéndose retomar el encuentro unas horas más tarde en el escondite del arroyo, bajo la luz de la luna.
Galves cerró la puerta y giró súbitamente. Corrió hasta la mesa y abrió el original de su novela. Comenzó a pasar las páginas hacia delante y hacia atrás espasmódicamente con la mirada saltando de una lectura a la siguiente. Lo cerró de un golpe, pateó la pata de la mesa, se dio vuelta y comenzó a inspeccionar toda la casa frenéticamente. Una por una abrió y cerró todas las puertas de la planta baja. Luego subió las escaleras de a dos escalones para continuar con la misma ceremonia: abría una puerta, miraba dentro de la habitación y la cerraba de inmediato para continuar con la siguiente.
Se internó en el último pasillo. Requisó sin detalle la sala de juegos, la biblioteca, el estudio, la recámara. Llegó al final. Inspeccionó con desazón el último cuarto de la casa. Cerró la puerta lentamente y apoyó la frente contra ella con los ojos muy cerrados. Martilló cuatro veces con el puño la madera tallada y gritó bien alto
—Pero ¿Cómo puedo ser tan pelotudo?
Se volteó y volvió sobre sus pasos caminando ya con dificultad. Reabrió la antepenúltima puerta. Ubicó con la mirada una repisa bajo la ventana que soportaba un majestuoso arreglo de orquídeas y helechos. Removió las flores con desdén. Sujetó el ancho florero de una porcelana purísima. Lo miró con el dolor de quien envía un hijo a la batalla. Le dio de beber sus aguas a la alfombra y allí mismo, en ese paraíso del dos mil quinientos, comprendiendo que estaría por siempre condenado a la ausencia de un retrete; con alivio y una gran resignación Galves se bajó los pantalones y desagotó sin demora sus entrañas dentro del florero.